domingo, 30 de junio de 2013

Encuentros

La vida tiene un algo de inesperado, por mucho que queramos calcularla, y entiendo que es ahí donde reside su gran virtud. Aunque las apuestas sean escasas, de vez en cuando nos regala unos instantes que pueden justificar años de espera o de esperanza respecto de situaciones que seguramente ni siquiera concebimos. El porvenir es generoso si lo afrontamos con optimismo.

Hablamos de suerte, de destino, de ocasiones más o menos logradas, de oportunidades que aprovechamos o no, de momentos, efímeros, cortos, irrepetibles, inefables, contados desde el corazón, que es como se recuerdan y supongo que por ello valen tanto la pena. Nuestro entorno alberga fe en lo humano, en que podemos experimentar la jovialidad, por esquiva que ésta quiera ser.

Uno de mis maestros suele decir que estamos predispuestos para esos instantes a los que me refiero a lo largo y ancho de toda nuestra vida, y que, por supuesto, llegan cuando deben. Lo importante es que no nos impacientemos y que estemos listos para esas opciones de dicha, de aprendizaje, que todos podemos ir teniendo en el itinerario cotidiano.

Para ser eternos hemos de ser felices. Aunque parezca una contradicción, para lograr la alegría se ha de trabajar, nos hemos de esforzar, de mover, pero no hemos de perseguirla con la locura que nos distancia de la misma. El trecho suficiente respecto de lo anhelado es casi una garantía de éxito, que, por cierto, para consolidarlo, siempre es bueno que sea anónimo y sencillo, valorado, fundamentalmente, desde los más cercanos.

Es un hecho que a menudo no percibimos los colores y los aromas de la vida, lo cual quiere decir que no la advertimos como deberíamos. Los matices se contemplan desde la serenidad poco compleja, desde la utilidad de aquello que brilla porque, entre otras cosas, no desaprovechamos lo que nos proporciona. El corazón debe estar a la escucha para que demos con lo que nos va regalando la existencia.

Resaltemos que el hecho de estar vivos, de tener opciones para elegir, de contar con gentes que nos quieren, de poder trabajar en lo que nos gusta, es un milagro. Por eso es tan importante que reflexionemos al respecto con el fin de valorar lo que tenemos y para que nos entreguemos por aquellos que no albergan una despensa tan nutriente como la nuestra.

Los encuentros que nos llevan a constatar esta circunstancia son también extraordinariamente ricos. Hemos de configurarlos, pues, en una operación de rescate y de permanencia para que su aparición y beneficio compartido en el tiempo sean ese tesoro que nos justifica en la dimensión terrenal.

Confianza

¿Qué vale una mirada de amor, una palabra amiga, un hecho de apoyo, una contribución en lo esencial, una suma que nos aparte del hastío, del cansancio y de la pena? Vale todo, si viene cuando más lo necesitamos. Nos salvan, esos momentos, de las garras de la frustración, de la apatía, del fracaso, y, gracias a esa urgente, rápida y eficaz salubridad existencial, aparece lo demás. Si nos hubiéramos quedado en el camino, si hubiéramos tomado otros derroteros, nada habría sido igual. Es bueno, yo diría que necesario, que lo reconozcamos.

El discurrir humano está constituido por diversos avatares y eventos, por vivencias, por visiones espirituales y físicas, por improntas y tiempos que exploran en nuestras almas y nos regalan segundos, minutos, horas… irrepetibles. Con entusiasmo, como afirmaría el poeta Emerson, todo es posible. En esos momentos que nos brindan encuentros solidarios, de respeto, de admiración, de docencia y de amor, sabemos que estamos salvados. Por eso son tan importantes, y por eso, asimismo, es tan decisivo que tengamos confianza en ellos.

Juan TOMÁS FRUTOS.

domingo, 16 de junio de 2013

Ajustes

Renovarse o morir. Es una máxima, que se convierte en la base mínima para poder prosperar. Sin la capacidad de aceptar el destino y sus circunstancias, es imposible que podamos afrontarlo en sus necesidades y condicionantes para sobrellevarlo y/o superarlo. De hecho, nuestra divisa de adaptación define la naturaleza heredada. En el ADN de la supervivencia está, o debe, esa habilidad.

Cambiamos con la edad, conforme crecemos. Se transforma así la perspectiva y también los derechos y deberes que se espera que cumplimentemos. Vamos alcanzando, o debemos, un umbral de madurez. La rutina diaria se muda en función de lo que vamos hallando en el camino. Lo que nos marca, cuando es superado, nos hace más fuertes y capaces.

Vamos modificándonos conforme cambia el entorno, que, aunque sea de manera paulatina, lo hace. Reemplazamos, o nos reemplazan, todo: los profesores, los estadios de estudios, las labores que hacemos, los quehaceres que nos brinda la vida, los elementos del paisaje humano y material… Todo es sustituido, y a todo nos vamos adaptando conforme las mutaciones son tranquilas. Sólo las marchas radicales consiguen azuzarnos, aunque en estos casos es complicado que se cambie de manera oportuna. Las transformaciones en todos los planos (los personales, los sociales, los económicos, los políticos, etc.) han de llevarse a cabo con sosiego para que se consoliden, para que se valoren, para que se mantengan en el tiempo.

Los ajustes, en este sentido, son algo propio de la vida, son la vida misma, que nos invita a entender que las cosas han de ir hacia donde sea menester desde el margen de maniobra que cada uno podamos ostentar.

La vida se compone de una serie de oportunidades, aprovechadas o no, visibles o no, que se nos van presentando con intenciones y resultados muy variados y variopintos. No hemos de implicar en todas ellas, de una manera natural, brava, con la voluntad férrea de salir adelante de la mejor manera.

Es verdad que, cuando las obligaciones nos vienen de fuera, sin que las aceptemos completamente, sin que veamos sus bondades y/o esencias, cuando ello ocurre así, nos sentimos mucho más atascados y faltos de ánimos, en la desesperanza, con los nervios a flor de piel y sin que sepamos muy bien qué podemos realizar, y, fundamentalmente, cómo, para acompasar los imprevistos compulsivos, los hechos que nos superan en lo inmediato, con el fin de llegar a un equilibrio o a una mejora en el medio o largo plazo. Sabemos, siempre, que lo que no nos mata nos hace más fuertes, y los imprevistos normalmente no nos aniquilan. La experiencia es una pieza fundamental. No obstante, no podemos evitar la ansiedad, que, bien instrumentalizada, nos genera coraje.

Estemos con los últimos

Las crisis, como sabemos, suponen cuestionamientos de lo vigente, porque nada sigue igual tras ellas, porque el mundo se tambalea en ellas, porque todo gira y nos marea, porque nos caemos, nos rompemos, nos sentimos devorados y cansados, sin las ópticas que siempre funcionaron... Así son las crisis, pero nosotros debemos ser más que ellas. Frente a sus golpes hemos de intentar descifrar sus causas, sus motivos, sus orígenes, saliendo del papel de víctimas o de victimarios para deslizarnos por esos análisis suficientes que nos procuren hallar los problemas, los generadores de los mismos, así como los antídotos frente a lo que acontece.

Los ajustes, consecuencia de los cambios, son inevitables, pero ciertamente sí podemos conseguir que no nos toquen de manera absoluta y total, e impedir que afecten más a los últimos, o que se perpetúen las injusticias, o que se nos quede por la senda de la ansiedad la humanidad que nos debería caracterizar…

Nos adaptamos, siempre, nos iremos adaptando, pero eso no ha de ser obstáculo para que nos opongamos a la hipocresía de aceptar que deben sufrir más los que menos la han causado. Esto nos lo debemos repetir, pues algunos, con sus silencios o sus medias verdades, intentan hacernos creer lo contrario. Menos mal que, en nuestra capacidad de adaptación, no perdemos la mirada en aquello que debemos. Sabemos que debemos adaptarnos (sí, siempre), pero también sabemos que hemos de poner límites a algunos. El futuro anda en juego.

Juan TOMÁS FRUTOS.

domingo, 9 de junio de 2013

Cínicos

Supongo que les ha pasado lo que a continuación les enuncio. Alguien les escribe o les dice (si lo escribe es peor, pues lo ha pensado más) algo que es absolutamente la antítesis de lo que defendió en otro momento, de lo que sostuvo cuando discutía con usted, de lo que mantenía cuando las cosas le iban de otra manera (probablemente mejor que a usted, amigo). Uno se queda con cara de póquer, con una cierta perplejidad, pues alucina con el cinismo con el que se topa. Más aún cuando la vivencia le recuerda aquello que subrayaba Kapuscinski respecto de los cínicos. Ante ello no siempre, o casi nunca, sabemos qué hacer.

Parte del problema es ése: nos faltan valentías ante los insanos que perturban y siguen perturbando con sus adaptabilidades, con sus curvas de felicidad, con sus vaivenes en pos de triunfos que no buscan el bien social, sino el suyo propio. Es lamentable, pero así ocurre.

No hace mucho leí que hay gentes que, cuando te ven valiente, te dicen que no te atrevas; cuando luego avanzas, te dicen por dónde caminar, y, cuando se produce el éxito, te cuentan que estaban contigo desde el principio. Más cínicos todavía que los mencionados antes.

Los hay también que rompen la baraja, y, con el tiempo, se quejan de que se haya llegado a ese estado de la cuestión, como si ellos no hubieran hecho nada por y para provocar las circunstancias que se deciden a criticar con el propósito de quedar bien (“de dulce”) con su particular grupo de pacientes ciudadanos. La vida nos coloca en el camino a estos duales, que son así porque les dejamos que lo sean. Somos, en eso, como en otras circunstancias, demasiado permisivos.

Es cierto que nadie está por encima del bien y del mal, pero es igualmente verdad que se dan algunos tipos que son “para ponerles de comer aparte”. Tienen peligro hasta cuando duermen, y tienen peligro porque les consentimos mucho con nuestras apatías, con nuestras negligencias, con el dejar hacer, con ese pensamiento de que otros vendrán…, con el ya pasará el tiempo y todo cambiará… Lo dicho: los soportamos en exceso.

No hablo exclusivamente, únicamente, de gentes grandes en puestos grandes. Dejo ese estadio  para los que saben más que yo. Hablo de intrahistorias, de seres menores en mundos menores, que contribuyen a debilitar el sistema y a hacer más fuertes a quienes menos lo merecen. Hablo, desde luego, de personas con una ínfima visión social y con un gran calado individual o individualista (“por sus hechos los conoceréis”). Seguro que a usted, querido lector, se le ocurre alguien con el perfil que estoy glosando.

Buscar la suerte

Con seguridad, la vida es una cuestión de suerte, pero igualmente es un hecho que ésta debemos buscarla, al menos hasta cierto punto. Elegir supone voluntad y compromiso, y la una y el otro nos regalan, cuando logramos que nos acompañen, unos óptimos beneficios en forma de paz y de felicidad, aunque no tengamos otros elementos más tangibles. Los buenos amigos han de ser medidos con esos valores.

Creo que hay etapas en la vida (ésta puede ser una de ellas) en las que nos hemos de olvidar de los funestos y dejarlos aparcados de nuestras sendas cotidianas. Seguro que en el medio y largo plazo nos brindará esa actitud una recompensa divina. Hemos de frecuentar, a mi juicio, la jovialidad más auténtica y la salud verdadera de no viajar con los contaminados con las medias verdades, con los hechos en los que no creen, o con las palabras que jamás serán realidades. Pongamos distancia respecto de los cínicos.

La vida es un azar, sí, pero no ha de estar esa fortuna, la nuestra, la de todos, en sus manos. No la merecen. Los hemos aguantado durante mucho tiempo, demasiado, y no han de continuar ni un segundo más en nuestras vidas. Progresar es asumir que algunos deben quedar atrás.

Juan TOMÁS FRUTOS.

domingo, 2 de junio de 2013

Distinguir

La vida está llena de ejemplos, de buenos ejemplos, que son los que hoy quiero destacar. El ser humano es capaz de lo peor, pero, sin duda, también de lo mejor. Tanto es así que hace unos años, con la facilidad que da el convivir con gentes que te enseñan todos los días, escribí un libro titulado “Tiempo de Ejemplos y Esperanzas”, bajo el patrocinio de una entidad benéfica, con la que contribuimos a sus nobles causas. Me dieron toda una lección existencial.


Es verdad que cuesta trabajo, a veces, el poder dar con los modelos más nutrientes. Las sugerentes excelencias de la fama y del éxito nos conducen por sendas supuestamente provechosas que al final, siempre ha sido así, no lo son tanto. Hay demasiado engaño, consentido o fruto de la superación.


Encontramos constantemente personas que se manifiestan grandes y que nos venden humos expansivos. Con tanto árbol en el itinerario (sigo refiriéndome a esas personas) no nos dejan ver el bosque. No es fácil localizarlas. Parecen sanadoras, salvadoras, en la doble acepción de ambas palabras. Cuidan mucho las formas y los contenidos de sus vocablos, y arrastran a multitud  de gentes con un atractivo natural. Son geniales, según nos dicen, o excepcionales, como puede que nos hagan creer. Luego, si indagamos un poco más, resulta que no es exactamente así.


A mi entender, la vida se mueve con y desde seres anónimos, con personas que albergan un ingente corazón. Por sus hechos las conocemos. Intervienen en eventos donde no obtienen más beneficio que la sonrisa o el bienestar de otros. No nos engañan, porque no tratan de mostrarse como no son. Se les ve a la legua, sin que lo pretendan, porque su buen hacer transciende más allá de lo que nos cuentan los grandes titulares periodísticos.


La intrahistoria, que nos decían los escritores de 1898, nos viene dada por seres desconocidos que no buscan marcar el camino, sino vivirlo, “como estelas en la mar”, que nos resaltara Machado.

Hemos de realizar el esfuerzo constante de hallar a esas personas. Debemos descubrirlas, descifrarlas, para conocer dónde está el trigo sin confundirlo con la paja. Son necesarias, indudablemente, por su capacidad de resistencia, de aprendizaje, de compartir, de mirar más allá, de mantener la serenidad y de manejar las distancias.

Está claro que no todos somos iguales. Tenemos los mismos derechos, y, por supuesto, cada uno, en sus condiciones y coyunturas, debe cumplimentar las obligaciones que le tocan, pero nuestros comportamientos son dispares. No todos desarrollamos las mismas actitudes. Por lo tanto, los resultados de nuestros quehaceres igualmente varían.

La vida, y conviene que lo subrayemos, se ha vuelto muy compleja. Todo anda un poco patas arriba, quizá por las prisas, puede que por la crisis, o bien porque los visiones éticas han ido transformándose por mil cuestiones. Sin embargo, las esencias, lo que vale, al menos a mi juicio, no ha cambiado. Veamos unas cuantas: cuando uno da su palabra, la da, y debe cumplirla; tampoco podemos hacer a los demás lo que no deseamos para nosotros; el perdón ha de ser una premisa, así como el amar a los otros, el no hacerles daño, el prestar manos amigas en situaciones de dolor, de carestía, de peligro…

Me encanta ese concepto de los griegos de la “justicia distributiva”, que tenía que ver con que a cada uno lo suyo, en función del esfuerzo, de comportamiento, del compromiso y de la actitud. Ello quiere decir que debemos distinguir a los buenos de los malos a tenor de sus obras maestras y accesorias. Parece evidente que hay casos en los que no es fácil definirlos, pero hay otros en los que sí lo es, y aquí el silencio o no hacer nada no sólo no es rentable sino también una mala opción, a la par que una pésima postura.

Es momento, por ende, de que veamos lo que nos conviene como sociedad y lo que no, y que, consecuentemente, lo digamos. Debemos apartarnos de los que venden humo o nos roban la cartera de la felicidad, a la que todos tenemos derecho. La no pro-actividad en este caso equivale a complicidad. Por eso os animo, me animo, a que distingamos a aquellos que nos aportan algo bueno de los que nos detienen y nos rompen. Recordemos que sólo se vive una vez y que las oportunidades de crecer en lo personal y en lo colectivo son escasas. Vayamos a por todas.

Juan TOMÁS FRUTOS.