domingo, 28 de julio de 2013

Tú y yo

            Nos juntamos en dirección opuesta. Los dos tenemos miedo. Voy al galope. Tú esperas. Soy parte de una multitud alocada que anda buscando un camino. Salimos del caos, de la nada, de las voluntades oprimidas, y buscamos un paraíso que no existe.  Es inevitable el choque.

            Los gritos se incrementan, y también la estampida. Vamos huyendo sin saber hacia dónde. El estado es de ansiedad, de sitio, de inconveniencias, de multitudes llenas de soledad. La entrega, la confrontación, la fricción, está próxima. Nos hallamos en lo pésimo. Aún esperando la mala ocasión, me golpeas (lo logras en tu situación de predominio) y caigo. Me levanto a duras penas, y sufro con agónico silencio la indefensión, la injusticia, de estar en el bando equivocado. No he elegido yo.

            Sigue la carrera por la libertad. No es cuestión de tomar partido por el uno o el otro. No hay razones objetivas cuando hablamos de lo humano, que ha de estar por encima de cualquier consideración. Nos hemos de distinguir por salvaguardar cuanto somos. Es lo que nos puede permitir ser dignos en la historia. No obstante, la atmósfera que experimentamos no ayuda. Hemos tropezado duramente.

            La reflexión que nos hacemos nos conduce hasta la locura que nos devora en estos tiempos de buenos y malos, de colores, de corrientes, de desniveles, de desigualdades… Nos contemplamos, por vicisitudes incontroladas, en ambos lados de la carrera, y, a menudo, no percibimos que, con diversos nombres, somos los mismos seres humanos. Lo somos por dentro.

            Me da escalofríos el pensar que podemos tener comportamientos tan dispares ante situaciones de dolor. Como diría alguien muy querido para mí, no se puede entender que se valore de manera distinta a personas que han nacido de mujer, esto es, en las mismas circunstancias biológicas, que sienten y padecen, que ríen, que lloran, a quienes les gustaría vivir mejor y disfrutar en esta oportunidad existencial. Da pavor pensar que no mostramos habilidad para inmiscuirnos en la piel del otro y para otear por sus ojos.

            Lo peor de una situación dramática es que no aprendamos de ella, y ésa es mi impresión. Cada uno sigue por su lado (vuelvo a la maligna carrera): uno sin mirar atrás tras el golpe; el otro en pos de una victoria que ha quedado a mitad de una dentellada irracional. Unos ladran y otros corren, pero todos tenemos miedo. Lo sé cuando nos miramos a los ojos. La inseguridad que crea el perseguir y el ser perseguido, obviamente desigual, nos conduce a un caos del que debemos salir juntos o no saldrá ninguno con bien.

            La celeridad asciende, incluso cuando creemos parada la demencia, cuando no nos vemos correr. Por desgracia, se repiten los procesos y procedimientos con un dolor inmenso y sin diálogos, sin comunicaciones, sin que nos aprestemos a recoger el testimonio de la experiencia para mejorar las relaciones y ser más dichosos.

Somos iguales

            Nos perdemos ambos personajes, después del dramatismo padecido, los dos anónimos, cada uno en su trinchera. Sabemos que, sin vernos a nosotros mismos expresamente, volveremos a coincidir, porque las circunstancias volverán a chocar. Lamentablemente, pese a pena y al rozamiento, a pesar de la oscuridad, no habremos aprendido. Hay demasiada precipitación en nuestras vidas solucionando lo urgente, que debemos solventarlo, sí, pero no realizamos lo mismo con lo importante, que también habría que afrontarlo.

            Aunque no lo hayamos notado, hemos coincidido en situaciones dispares dos seres humanos, dos iguales, tú y yo, yo y tú, con dos corazones, con sentimientos comunes, aunque las proyecciones nos hayan llevado a que tú golpees y yo huya. Espero que nos reencontremos algún día y, aunque no nos identifiquemos, nos demos un abrazo. Querrá decir que el sistema habrá reducido las diferencias. Después de todo nos distinguen nuestros condicionantes. Dentro de cada uno de nosotros, como rezaba aquella canción italiana, tenemos idénticos corazones de mariposa. Volemos con ellos juntos, por favor. El desencuentro nunca es una alternativa.

Juan TOMÁS FRUTOS.

lunes, 22 de julio de 2013

Extensiones de amor

Estoy convencido de la sencillez del ser humano, aunque hagamos un esfuerzo descomunal todos los días por apartarnos del camino recto, que siempre es el más corto. No hablo únicamente de la apreciación moral, aunque podría y debería hacerlo. A lo que en este momento me refiero es a que la línea recta es en todo instante el trecho más corto, aunque apenas lo tomemos, por desgracia. Somos así.

Si algo he aprendido con el paso de los años es que el amor no tiene límites. No los tiene. Se multiplica como el agua en la mar, como la sal en los océanos, como el aire con el viento, como las estrellas en el cielo de verano. Lo bueno es infinito, y podemos tomar, como ocurre con lo nefasto, tanto como queramos. La opción es nuestra.

Hemos de añadir que somos animales de costumbres. Lo somos en el doble sentido, porque a menudo no pensamos en cuanto hacemos y porque nos dominan los hábitos, que nos cuesta adquirir y mucho más abandonar, sobre todo cuando los usos nos vienen por atajos poco beneficiosos.

Por ello hemos de potenciar desde infantes el mejor propósito, procurando un progreso compartido, extensivo, cierto, genuino por realizable. Las frustraciones vienen cuando no somos capaces de aprender a gestar amor, cuando no sabemos proyectarlo y vivirlo con esmero, dando y dando hasta los territorios desconocidos, sabiendo que la ola crece tan alta como seamos capaces de alzarla. Efectivamente, cuando no somos capaces de entregarnos en cariño vienen crisis de afectos, de credibilidad en nosotros mismos, de fortaleza interior, y todo lo demás, por construido que esté, se desmorona.

Decía San Agustín que el amor comienza por uno mismo. Es verdad, y no desde una óptica egoísta, sino de cimentación de los criterios de una auténtica democracia que nos puede transportar al porvenir verdadero. El sentimiento es nuestro combustible, el verdadero impulsor de cuanto nos toca vivir.

¡Cuántas cosas no ocurrirían si hubiera más amor! Desde luego las malas no se sucederían en este camino exponencial de dolor y de pesar al que nos llevan las guerras, el hambre, las enfermedades evitables, las desigualdades en el trato de cuestiones que consideramos esenciales como el derecho a la salud, a la educación, a la dignidad... El conflicto, la ausencia de paz, sea ésta concebida de manera menesterosa, es una consecuencia de una insuficiente justicia. La equidad en las oportunidades se tercia básica en este sentido y en muchos otros.

Apoyar a los demás

Dispongamos, pues, remesas de amor, de actividades positivas y en apoyo a los vecinos, a quienes nos rodean, que han de averiguar que las posibilidades son comunes y que los beneficios, en estos fundamentos a los que aludimos, también han de serlo. Los territorios compartidos deben ser escenarios de dicha y de apuesta por las generaciones futuras, por las que siempre hemos de esforzarnos sin librar batallas que se hallen carentes de dirección.

El amor es nuestra baza (en el recorrido vital, la básica). Sin él no podemos pensar que la existencia funcione. Si no “empatizamos” mimosamente con los que han perdido su casa, su trabajo, sus familias, sus plataformas, sus recursos materiales y hasta espirituales, si no conectamos y comunicamos con los infelices, de nada nos sirve todo lo que hayamos conseguido en el global. Si nos falta caridad, que es una interpretación del amor, nada tenemos como sociedad.

Recordemos que hemos vivido en una cierta, quizá excesiva, precipitación. En el momento del reposo cotidiano es importante que pensemos en todos y cada uno de los miembros de una comunidad, pero, fundamentalmente, en los que se han quedado atrás. La carrera tiene sentido con todos, y no con unos pocos. La fortuna es, a menudo, caprichosa, y no siempre da con el talento.

Por todo ello, creo que el deber de este verano que nos debemos auto-imponer, dentro de los propósitos de mejora, es plantar grandes campos, grandes extensiones, de amor en forma de hechos constantes y desarrollados cada día, que seguro que nos irán dando frutos muy interesantes, cargados de beneficios sociales. Hagamos una apuesta no escrita, pero que cumplamos, y universalicemos todos nuestros actos e iniciativas desde el cariño. Ya verán como nos va mejor. Seguro.

Juan TOMÁS FRUTOS.

domingo, 14 de julio de 2013

Ocupados

Hay personas eternamente ocupadas. Las entiendo, porque hace tiempo que quien esto escribe se halla entre los entregados a numerosos y maravillosos frentes. Eso es fantástico pues aprendemos de los quehaceres, de los aciertos y de los fracasos, de las maravillas que nos encantan y entusiasman en el día a día, pese a los sinsabores que a veces nos puedan rodear.

            No obstante, con constancia nos hemos de repetir que somos mortales y que no debemos confundir lo urgente con lo importante. La vida consiste en tomar decisiones y, de vez en cuando, hemos de dejar lo accesorio para no perder lo esencial. ¿Y qué es lo fundamental? Sin duda, el amor, la amistad, los buenos ejemplos, la cercanía de los nuestros, enmendar los entuertos, aprender, compartir, saber opinar, tener unas horas para el silencio, la escucha y la reflexión… No nos deben faltar jamás unos minutos diarios para conocer y conocernos un poco más.

            La felicidad y la paz interior no se inventan. Son el resultado de un empeño y un esfuerzo en lo cotidiano, de cada jornada, con implementaciones pacíficas y alturas en las miradas. No debemos permitir que pase un solo minuto sin sacar el suficiente partido a todas las opciones que albergamos, que son muchas y grandes.

            Vivir en la ocupación permanente es ver cómo pasan los días con demasiadas repeticiones, sin darnos cuenta de que crecen nuestros hijos y desaparecen nuestros vecinos más queridos, al tiempo que muchos amaneceres, siempre irrepetibles, se quedaron en la hermosura de la adolescencia. Lo que pagamos más caro es la pérdida de nuestro tiempo finito.

            Los ocupados se dan, nos damos, cuenta de dónde están los amigos en las situaciones importantes, que, a menudo, no tienen que ver con lo cotidiano, aunque en ocasiones descubrimos que no nos hemos equivocado con algunas decisiones, lo cual nos da fuerza para seguir adelante equiparando y advirtiendo lo que merece la pena verdaderamente.

            Dice un aserto popular que atribuyen a pueblos muy menesterosos que si uno trabaja demasiado no tiene tiempo de ganar dinero, y tampoco de aprender, diríamos, ni de disfrutar, ni de compartir, ni de ser persona. Mucho trabajo supone experiencia, así como contribuir al bien societario, pero también es distanciarnos de la realidad diaria, que abandonamos en el exceso. La virtud, no lo olvidemos, se encuentra en el término medio.

Sensaciones dispares

            Esta vida de competiciones contradictorias está colmatada de sensaciones dispares, a menudo bloqueadas entre sí, que tienen que ver con carencias y crecidas de más. Todo lo obsesivo, hasta en la búsqueda de lo bueno, del beneficio, de la perfección incluso, nos hace tambalearnos, y eso no es jamás lo aconsejable, pues se pierden las bases que deberíamos defender en la plenitud vital por la que tanto bregamos.

            Ante los ocupados, de los sumamente ocupados, hemos de aprender, y, si los queremos, hemos decirles que sólo les quedan dos opciones: o perder faena o perder a sus amigos, pues, si no cambian, nos acabarán contaminando con un proceder que, por embriagador, nos ha llevado a la profunda crisis de valores que soportamos. Muchas cuestiones señeras no se han contando y, por ende, no se han valorado por estar demasiado implicados, por la sobreabundante ocupación, y así nos espera un destino que gesta ruina y soledad. Como vemos, la aplicación excesiva genera los efectos contrarios a los pensados. Y tanto.

Juan TOMÁS FRUTOS.

domingo, 7 de julio de 2013

La salvación


            Si algo descubrimos con el paso de los años es que no hay recetas mágicas. Sólo hay vida para experimentar, para acertar, para fracasar, para disfrutar los pros y los contras, procurando siempre que, por lo menos, quedemos en paz a lo largo de los días con un poco más en forma de aprendizaje, de familia, de progreso personal, intelectual y hasta económico. El equilibrio en todo esto nos da la virtud de la dicha, que no siempre aparece por la búsqueda incansable en la que nos introducimos en la rutina cotidiana.

            Perseguimos, desde que tenemos uso de razón, tablas de salvación, imágenes y contextos, hechos, con los que avanzar. Portamos y dejamos una estela pasajera y, en ocasiones, sin poderlo definir, un plano abandonado o trasero. La existencia, en su sencillez, nos transporta a su albedrío, pese a nuestros intentos de superación. Hay caprichos que nos ganan la partida. Pese a todo, el intento ha de darse.

            Efectivamente, toda la vida es una búsqueda, sin que a menudo sepamos muy bien qué es lo que necesitamos para sentirnos dichosos, mesurados, contentos, en paz. El periplo se define en el afán de procurarnos una dosis de calma y de progreso interior, a lo cual todos aspiramos como muestra de que hacemos los deberes de la mejor manera posible.

            Los lenguajes de derrotas de quienes creen en las competencias y en las analogías inútiles nos conducen por vericuetos que no siempre comprendemos. Hemos de disponer del tiempo suficiente para conocer los recovecos del corazón, lo que somos y lo que pretendemos. La felicidad tiene caminos que debemos interpretar.

            Las sendas para la salubridad espiritual, para la salud física, para proseguir entre los eventos que nos complacen, no son sencillas. Si lo fueran, no estaríamos en esta crisis que nos devora. La falta de valores nos dificulta las salidas, que no siempre hallamos porque tampoco tenemos muy claros los puntos de partida y hacia dónde marchamos. Las preguntas bien formuladas ayudan en la persecución de respuestas. Hemos de dedicar horas a ello.

            La formación, la voluntad y la paciencia son tres baluartes para esa equidad y esa jovialidad que tanto perseguimos. Hemos de cultivar esos conceptos realizables para que sean costumbres incardinadas en nuestro día a día. Los hábitos, a menudo costosos por el esfuerzo y desgaste de energías, implican una labor perenne.

Derecho a la alegría

            Las celeridades actuales que nos imprimen compromisos relativos no son asideros fuertes para sostener el contento al que tenemos derecho y que es garantía de futuro. Estando alegres podemos hacer más y mejores cosas, durante más etapas, y con más soltura y creencia en nosotros mismos. El resultado, por lógica, será más satisfactorio que si nos comportamos con otro proceder.

            No hay una salvación clara en nuestras vidas. Lo único en lo que no debe haber vacilación es en que debemos optar desde la máxima gratitud y con el anhelo de hacer el bien a nuestro entorno y a nosotros mismos. La existencia es una fragancia natural que hemos de procurar que nadie contamine con travesuras e incordios que no nos trasladan a nada bueno. Activemos las inocencias y el amor como cimientos para un porvenir mejor.

Creer en el ser humano es ya un gran paso, probablemente el definitivo, para saber que podremos vivir en un mundo donde el sustento sea la concordia y la convivencia desde la empatía y la asimilación de los objetivos del conjunto de la sociedad. Contemplarnos así es ver que, con sinceridad, podemos ante todo.

Juan TOMÁS FRUTOS.