martes, 30 de abril de 2013

Lluvia para Somalia



De nuevo, el espanto en grado sumo. No nos hemos concienciado tanto como en otras ocasiones, no hemos visto, esta vez, la miseria tan de cerca, o nos hemos perdido por el camino… Todo puede haber sucedido. El caso es que los niños somalíes, y los adultos, mueren de hambre. Una escasez terrible, una de las mayores de la historia, asola cuerpos y espíritus, y deja día tras día, semana tras semana, mes tras mes, miles de fallecidos por el hambre, por la falta de agua, por la carencia de medicinas, por no tener lo más esencial.
Dicen las estadísticas que producimos alimentos para el doble de la población mundial, pero también nos dicen los datos que hay 12 millones de personas pasando un hambre atroz en el Cuerno de África, un cuerno que arremete, con sus fatales condiciones, como un toro duro contra sus hijos, causando espesura y caos. Es incomprensible.

La guerra por intereses silentes, por otros más claros, por presencias malditas o negligentes, empeora la situación. La guerra lo empeora todo. Entretanto,  la rutina de la vida en Occidente, que sólo mira con pavor los posicionamientos financieros, con todas sus incomprensiones, diluye la gravedad del problema.
La crisis, con sus inconmensurables flecos, nos hace mirar hacia otros lados, hacia intereses personales que consideramos más urgentes, que nos agobian porque se trata de la esquina que vemos, pero no nos damos cuenta que esta desproporción injusta alcanza conciencias y, antes o después, nos pasará factura.

Que no me digan que la Naturaleza es así, que no me digan que no cuesta mucho más, demasiado más, mantener sistemas defensivos y ofensivos (ofenden las cifras) en cuestiones militares que se deben más a intereses de empresas o supranacionales que a la paz que dicen defender. No se trata de hacer demagogia, sino de poner en su sitio las verdaderas prioridades. El derecho a la vida es la base de  los Estados democráticos, que parecen no creer en las democracias cuando se trata de mirar más allá de esos artificios que llamamos fronteras territoriales.

Podría decir mucho, como cualquiera de nosotros, sobre la vergüenza de lo que pasa en Somalia y en países fronterizos. Hay demasiado dolor contenido y dejado al albur de batallas dispares, algunas no libradas. Sí que creo que  los gobernantes del mundo podrían utilizar sus aviones de última generación militar para cargarlos de la comida que producimos en exceso en otros lugares del mundo, y, en vez de descargar bombas, que hicieran posible una lluvia salvadora y sanadora, como hace unos años soñaba Juan Luis Guerra en toda una emblemática canción: el pedía, de modo simbólico, café, y nosotros pedimos alimentos y muestras de amor. Un cariño que, cuando vemos, a niños famélicos, parece haberse perdido por oscuros vericuetos.

Recemos por esa lluvia, y empecemos, al tiempo, a reclamar y a actuar ya, todos y cada uno de nosotros, para que el milagro sea una realidad. Por favor, aportemos lluvia para Somalia. La situación es tan compleja que no se puede esperar más.

Juan TOMÁS FRUTOS.

viernes, 19 de abril de 2013

Locuras


            El mundo se ha vuelto un poco loco. Bueno, un poco no. Mucho. Todo está dando vueltas. El otro día vi una obra de teatro infantil, “Por fin”, donde los personajes, en tono de humor y como aviso a los navegantes más jóvenes, decían que no les gustaba el estado de cosas en las que nos hallamos y que, en consecuencia, según añadían, había que darles una vuelta. Así debería ser.

            Hay, a tenor de lo que destacan los expertos, mucha demencia en distintos grados. Corremos demasiado sin saber por qué ni para qué, y nos saltamos muchos semáforos existenciales, tanto en la realidad como a nivel interno. De esta guisa rompemos experiencias y tiempos y lo desordenamos todo. Además, las prisas nos hacen gritar, acelerarnos, no entendernos, desaprovechar ocasiones, no verlas tan siquiera, estrenarnos tarde, mal dormir, mal vivir, entristecernos, y no sacar partido a los sentimientos, que milagrosamente son muchos más en cantidad y calidad de los que percibimos.

            Las torpezas que protagonizamos reiteradamente provocan que no veamos que la vida se extingue, y quizá por eso no sabemos optimizar cuanto sucede. Hay un estado del bienestar que se nos va por una ventana que hemos abierto precipitada e inconscientemente. Una locura más, como tantas cosas.

            Por demencia también nos sentimos solos, andamos en compañías equivocadas, sin las oportunas y suficientes sonrisas. A mi juicio, precisamos dosis de jovialidad que nos hagan sentirnos contentos, tiernos, suaves, en positivo. Debemos transformarnos interiormente, de dentro para fuera.

            El otro día me tope con una definición de locura que me encanta. Nos decía Einstein que “locura es hacer una cosa, la misma cosa, una y otra vez, esperando resultados diferentes”. Creo que cuando aguardamos milagros sin realizar nada al respecto andamos en ese tipo de problemas sobre la visión de la realidad a los que aquí aludimos.

El propósito debe ser nítido: hemos de tirar hacia delante, incluso en estos momentos de derrota, que son terribles para muchos. Debemos convenir con Helen Rowland que “las locuras que más se lamentan en la vida de un hombre son las que no se cometieron cuando se tuvo la oportunidad”. Realmente es así. Hemos de ser un poco más desafiantes con el destino, sobre todo cuando éste no viene de cara.

Hablando de locuras, debo decir que también me apasiona esa trilogía de pasión o amor con ciencia e inteligencia en torno a una óptica caótica de la existencia misma. El querer nos vuelve un poco locos en lo bueno y en lo malo. Lo ideal es dar con el equilibrio real dentro de un camino de sueños. Parece sencillo, pero sólo lo parece. Elucubremos, pues, sin falsos entusiasmos. Seamos originales y auténticos desde la máxima humildad.

Necesidad de arriesgar

El caso es que no siempre miramos con sagacidad lo que se nos plantea, lo que ocurre. El reto está ahí, y hemos de superarlo. Por ello nos decía Carlo Dossi que “los locos abren los caminos que más tarde recorren los sabios”. El sentido de riesgo, de apostarlo todo, incluso la vida y su bienestar, está en el ámbito de la sinrazón, y es “lógico” que sea de esta guisa. Tenemos muchas capacidades que no siempre ejecutamos por falta de valor, porque pensamos que podemos fracasar. De ser así, tampoco pasa nada. Eso creo yo.

Y, si no somos muy valientes, porque la locura quizá nos frena, sí podemos serlo un poco, un poquito: recordemos a San Agustín cuando nos subrayaba que una vez al año se pueden hacer locuras. Yo diría que se deben. Es posible que podamos extender este aserto y desarrollar ciertos comportamientos dementes al menos durante un año de nuestras vidas con el peligro, claro, de que nos habituemos. Las crisis son puentes para opciones nuevas. Puede que la ocasión esté más próxima de lo que pensamos. Puede incluso que sea más de una.

Juan TOMÁS FRUTOS.

domingo, 14 de abril de 2013

La confesión de Marilyn

Marilyn confesaba, muy cerca del fatídico día en el que se quitó la vida, que estaba agotada, cansada de todo y de nada, y que no tenía ganas de seguir adelante. Lo hacía en un texto breve, intenso, a modo de carta, que no quiero saber a quién se la dirigía: si era a sí misma, como confesión, o a alguien querido o cercano. No lo sé. Escucho en la televisión la noticia de este escrito, y lo que me llama verdaderamente la atención es que sale a subasta. Alguien lo tiene, y lo vende, supongo que sabedor del morbo y la intensidad que este tipo de íntimas reflexiones ostentan.


Me quedo un poco roto, perplejo por la capacidad que alberga el ser humano de venderlo todo, trapos limpios o sucios incluidos, y, sobre todo, los que constituyen muestras de dolor, de soledad, de rotura interior. La tragedia, la pena, como el conflicto, venden mucho. Nunca lo he entendido, pero siempre lo he constatado.


Marilyn no quería vivir, y, en una búsqueda de alejar su ansiedad, lo escribió como lo experimentó. Décadas más tarde ese papel, explicable o inexplicablemente, sigue de mano en mano, y no como una falsa moneda, sino por el valor que posee. La artista fue un mito caído: nos gusta saber de los dioses y también de sus derrotas. ¡Somos así!
Siento tristeza por esta situación. Primeramente porque ella fue una desdichada en toda su grandeza. Suena a contradictorio, y así es, pero ciertamente esto ocurre más de lo que pensamos. Laboramos por famas y por un dinero que no nos otorgan la felicidad. El problema es que, aunque nos demos cuenta, no siempre somos capaces de variar y de progresar.


Lo íntimo, lo que se ha escrito para encontrarnos a nosotros mismos, debería quedar siempre en ese ámbito, con esa magia. No digo yo que no se sepan las cosas, ni digo tampoco que no se cuenten. Creo firmemente en la comunicación, en el intercambio de informaciones y de opiniones. No obstante, estimo que es evidente que de ahí a vender una carta personal o una hoja de un diario, va todo un mundo, un mundo que perdemos cuando lo que nos interesa principalmente no es el corolario de los sentimientos y de los dolores padecidos, sino el color y el peso de un dinero que nos tintará y aplastará por la insensatez con la que demasiado a menudo nos comportamos.


Sueños y desvaríos


Lo mejor que se puede hacer con esos escritos tan íntimos es guardarlos en un cofre mágico, en un desván o en el fondo del mar, para que sus ánimos y desánimos, para que sus sueños y desvaríos, viajen sin rumbo fijo hacia la voluntad de los dioses, donde seguro que sí encontrarán cobijo. El amor o su carencia precisan protecciones especiales, pues, en su seno, en sus ventajas y desventajas, están los seres humanos.


Nos hemos convertido, sin duda, en demasiado utilitaristas. Se nota, fundamentalmente, en aquellos que más especulan, en los que viven de las frustraciones ajenas, de sus patologías, de su soledad, de sus compromisos fragmentados. Una mirada, ya sea de corazón o bien de complicidad y empatía, no tiene precio. Cuando se lo ponemos, cuando valoramos lo que experimentó nuestra querida Marilyn, nos estamos malvendiendo todos los que formamos parte del sistema. Quizá hubiera sido mejor que ese documento se hubiera transformado en energía a través del fuego de una buena hoguera que mantuviera con vida la esperanza que fraguó en esas letras la recordada, mitificada y malograda actriz. Todo se fue, y lo que permanece lo exhibimos en una vitrina brindándolo al mejor postor. No querría, si fuera el caso, que esto me pasara a mí. Seguro que a usted tampoco.


Juan TOMÁS FRUTOS.

 

No seamos víctimas

Nos convierte el sistema
en víctimas que se cruzan
por un umbral sin batallas.

Deberíamos conocer más y mejor
cuanto nos rodea
para que no se repitan los daños
habituales y los colaterales.

Calculemos lo justo
con generosidad y solidaridad,
y vayamos hacia ese umbral
que produce resúmenes de bondad infinita.

Nos hemos de mover hacia ese punto
donde tengamos sosiego e inteligencia.
Seamos con prestaciones y brillos
que nos hagan ser felices.

Todo lo hermoso es fruto de la felicidad:
vinculemos ambos conceptos
en la ida y el retorno, en todas direcciones,
y así seremos auténticos humanos.

Eso sí, no vale aquí,
ni en nada de valor,
que vayamos solos.

No dejemos que nos conviertan
en víctimas del sistema:
al menos digamos no.

Juan T.

viernes, 12 de abril de 2013

Sencillamente, olvidamos


Hay que saber olvidar.
Saber es saber,
esto es, poder.
Todos recordamos episodios
que nos turbaron y preocuparon
en exceso, con dolor, con pena.
Día tras día estuvimos con ellos,
entre ellos, con un sí y un no,
procurando avanzar,
aunque no podíamos,
concurriendo a esa esquina
donde queríamos toparnos con lo perdido.
Las cosas que duelen
duelen mucho al principio.
Quizá por eso duelen más,
porque dejan de ser importantes
con el paso del tiempo,
y lo sabemos…
Por fortuna, hay un día, un buen día entonces,
en que sencillamente lo olvidamos.
Juan T.

jueves, 11 de abril de 2013

Oportunidad irrepetible


Gestemos optimismo
con naturalidad,
cada día, prestando apoyo
a quienes más lo necesitan,
buscando en lo más hondo
de los corazones queridos.

Hemos de apostar por la vida
con intenciones diáfanas.
Nos hemos de saber
sin aspavientos ni espectáculos.

Cada día es una ocasión
de amar, de compartir,
de ser feliz.

Además, hemos de saber
que es una oportunidad irrepetible.
Lo hemos de interiorizar
con claros hechos, de verdad.

Juan T.

martes, 9 de abril de 2013

No somos lo que decimos, sino lo que hacemos de verdad


No enseñamos con lo que decimos. Mostramos lo que nos gusta, lo que somos capaces de realizar, aquello en lo que creemos, con nuestros propios actos. Ahí nos definimos. Por eso es tan importante que seamos coherentes y que se complementen nuestras acciones con aquello que referimos.

Estamos en la cultura del riesgo. Hay mucha prisa, poca meditación, y conquistas rápidas, que, a menudo, hacen que se sostengan los logros sobre redes débiles. Así lo dicen antropólogos de la talla de Santiago Fernández-Ardanaz. Esto supone que asumimos un coste social para aprovechar las ventajas del progreso. Lo que ocurre es que, en la mayoría de las ocasiones, ese coste social es muy alto, demasiado: las víctimas de accidentes, las soledades, los miedos, los pesares, las fragmentaciones internas y externas, a veces incluso generando dobles y triples victimizaciones, son resultados demasiado duros como para aceptarlos como un peaje obligado e insoslayable por los logros de las últimas décadas.

El caso de los accidentes de tráfico es paradigmático en este sentido. Todos los años fallecen en las carreteras de nuestro país varios centenares de personas, y son miles las que quedan “tocadas” para toda la vida. Ellas y sus familiares. Es un drama tremendo. Son situaciones que añaden complejidad a una vida que, cuando todo va bien, nos pasa desapercibida, incluso en los pequeños gestos, en lo cotidiano, en lo que nos puede suponer el hecho de tomar un trayecto u otro. Los detalles, la intrahistoria, se nos escapan con demasiados avisos que no atendemos, quizá por la falta de concienciación, o porque preferimos la supuesta felicidad que viene de la dejadez y de la negligencia.

Por eso es tan importante el educarnos y el formarnos en la responsabilidad, en el respeto, en el propio y en el ajeno, en lo que concierne a nuestras vidas y a las de los demás. El daño o el bien que podemos llevar a cabo con nuestros actos es tan elevado, y hasta costoso, que no debemos desdeñar la necesidad de impregnarnos de los grandes valores, de esos universales que llamamos amor, solidaridad, cooperación, belleza, igualdad, fraternidad, consideración del otro, etc. Lo espiritual debería ser más fuerte, puesto que es lo que nos salva en determinadas situaciones desgarradoras.

El aprendizaje implica acompañamiento, y los que mejor nos pueden llevar de la mano para educarnos en el respeto y el compañerismo son, precisamente, nuestros padres. La unión de intereses es la máxima de cualquier sociedad, que ha de ver en la difusión de las situaciones de convivencia el mejor afán. Busquemos el tramo de valores que nos ahorran coyunturas, o estructuras también, estériles, y que nos ubican en un aprendizaje sanador y edificante. Como padres debemos expresar y comunicar lo mejor de nosotros mismos, y no únicamente con palabras. Persigamos también la coherencia y la coordinación complementaria entre hechos y pareceres. Tengamos tino y no tentemos la suerte. Consideremos que lo que realizamos y lo que no llevamos a efecto tienen su repercusión en la actualidad y en la eternidad, como se dice en “Gladiator”.

La comunicación es su contexto, sus circunstancias. Explicar las cosas dando criterios, motivaciones, versiones comprometidas desde y con la sociedad, es un baluarte que nos da garantías de futuro, y en ese campo tenemos que seguir laborando. Apliquemos los baremos con mesura, con insistente recorrido, esperando que todo vaya al ritmo que nos permita que seamos mayoría para formar parte de los hechos, de las opiniones y de las soluciones a los perjuicios que se puedan producir. Si es posible, que lo es, intentemos prevenirlos. En el caso que nos ocupa, los accidentes de tráfico, el 90 por ciento son sanamente evitables.
Así, cuando vayamos por la carretera, como peatones, como conductores, como espectadores de esas relaciones que son el tráfico en sus inmensas y, en ocasiones, peligrosas vicisitudes, tengamos como premisa la calma, y traslademos esa quietud y tranquilidad desde el ejemplo edificante, sobre todo si somos padres. Más, si lo somos. Cuidemos todos nuestros actos. Son las referencias para los demás. Recordemos que somos lo que hacemos. En la comunicación nos vale, sólo nos vale, la coherencia.

Juan TOMÁS FRUTOS.

lunes, 8 de abril de 2013

Cuidado con la madrugada


Es de madrugada. Alcohol, hambre no ponderada y que aparece en forma de odio, causas escritas y otras que no comprendemos, deseos realizados y otros rotos por el destino cruel… Muchos elementos se entrecruzan en un choque de vehículos monstruoso y sin sentido (todos carecen de sentido), consecuencia del sueño, del mal estado de los conductores, de la precipitación, de la falta de pericia, de la carencia de reflejos por mil motivos; y, así, los cuerpos se proyectan hacia la muerte. Ésta, la Parca, trocea lo físico, al tiempo que lo psíquico, y muere un joven de 22 años, y con él todos morimos un poco, pues este tipo de situaciones, de actuaciones desgraciadas, son un fracaso de todos, de la sociedad al completo.

Y, con este evento, la muerte nos hace prisioneros de la incomprensión, de la falta de tiempo para comunicarnos y para conocer qué fue de aquel niño bueno que miraba con ingenuidad. ¿Qué ocurrió para que se perdiera en el laberinto de las condiciones y circunstancias que decían el filósofo y el poeta? Quizá no desapareció: puede que su inocencia quedara enterrada sin que fuéramos capaces (ni él, ni nosotros) de obtener lo racional para que no imperara todo aquello que no lo es.

Muchas dudas, demasiadas incógnitas, se desarrollan en torno a un suceso luctuoso en el que se demuestra, por “desfortuna”, esa máxima que nos repetía, y repite, que “el hombre es un lobo para el hombre”. Algo falló: se habla de un error humano. Quizá bebió demasiado, quizá le faltaban horas de sueño, puede que no ponderara la velocidad o el estado del pavimento… Todo pudo ser, con fallo humano incluido, claro. Cuando algo ocurre así, nos damos cuenta de que no hemos abandonado tanto como pensamos esas etapas de comienzos de la Humanidad, donde actitudes de los Cromañones se parecen más a las de los animales. Sin embargo, aún hoy en día hay una aceptación de la violencia como baluarte inevitable, y, a menudo, aunque no sea éste el caso que explicamos, como algo aceptable para imponer una supuesta realidad desfigurada. En esta situación hablamos de la violencia en la conducción, de no respetar las normas, que las violentamos, de la no aceptación de unos límites, que los rompemos, y, luego, ellos hacen lo propio con nosotros.

Una costumbre

Lo cierto es que la tristeza, el dolor, el pesar, la soledad, la rabia contenida, la preocupación, las ausencias, se adueñan de nuestros corazones con más recurrencia de la debida, y, de esta guisa, nos acostumbramos a soportar y a asumir el riesgo de vivir más allá de las contingencias naturales, con las posturas más innobles de unos seres que no pueden ser tildados de humanos con estos comportamientos de agresiones a lo más importante que tenemos, la propia existencia.

Lo malo es que narramos mucho, que hablamos más, que opinamos, que nos contamos sucesos, que nos provocamos con fallos y con lecturas de instrumentos variopintos, pero no terminamos de evitar esas pugnas que aniquilan los espíritus y todo cuanto podríamos realizar. Como se dice en la película “Sin Perdón”, “cuando se mata a alguien se le quita toda la posibilidad de ser aquello que podría haber vivido”, esto es, rompemos el presente, y también el futuro, y nos quedamos sin ilusiones, sin perspectivas, fuera de juego, sin nada. Pierde el que se va, el que desaparece, pero perdemos más los que permanecemos, que, como nos recordó Goya, “quedamos muy solos” de cara a nuestro destino, escrito con sangre.
Cuidado con el resto de madrugadas. Procuremos que no sean implacables.

Juan TOMÁS FRUTOS.

domingo, 7 de abril de 2013

Mercados

Tengo un amigo que me repite constantemente una obviedad cuando me dice que cada jornada a las 12:00 horas (bueno, luego resulta que es a todas horas) nos dan la situación de las bolsas españolas, europeas y mundiales, y aceptamos, casi como un dogma, que la coyuntura está de un determinado calado, a menudo sin entender nada, para al día siguiente toparnos con una realidad bien distinta, sin que sepamos muy bien el porqué. Me insiste en que hemos sustituido los Dioses del Olimpo griego o de la era que fuere por otros dioses económicos cuyos comportamientos parecen tan caprichosos y arbitrarios como los de aquellos. Sí, sé que hay unas líneas maestras y unas leyes del mercado. Todo eso lo sé, pero imagino que esas normas las conocen más gentes, y, pese a ser conocidas, todo está disparatado, y más y más…

Los mercados empeoran, mejoran, vuelven a empeorar. En ocasiones, la crisis golpea más a unos países que a otros, y luego el ciclo, corto en este caso, de días, los lleva, a los mejor situados, por otros derroteros. Por continentes parece que la globalización fagocita a todos excepto a potencias como China, o emergentes como India o Brasil (lo de emergentes es una forma de hablar). Los vaivenes se suceden sin un orden lógico. Lo cierto es que entendemos poco, al menos yo, pues la impresión captada es que ganan los más fuertes, y eso no deja de ser injusto, por mucha ley natural que haya detrás.


Además, para los que no comprendemos el cosmos financiero, sí parece evidente que la inseguridad que se genera en los mercados con estos trasiegos no es, ni mucho menos, buena para la economía, cada vez más vapuleada y con menos futuro, a pesar de las renuncias, sacrificios y entregas de muchos, de los que menos poseen. Se tercia, por lo tanto, hoy en día, la necesidad de un sustento dinerario que nos aparte de esta locura en la que nos encontramos, porque es así, un poco huérfanos, a la vez que dejados de la mano de los que más poseen, que nos ahogan en sensaciones de dolor, de soledad, y de infamia incluso.


Ha cambiado mucho el cuento desde ese mercado que conocía mi abuela, ése en el que se veían los productos y se les ponía precio. A veces el valor que se daba a bienes o servicios era elevado, y otras más bien se diseñaba escaso, pero siempre había unos aspectos visibles sobre los que maniobrar y tomar decisiones. Ahora no.

Ahora los mercados, los que deciden sobre vidas y patrimonios, sobre felicidades, amores y salubridades, están alejados de la mirada de los sencillos mortales. No contemplamos el origen de sus acciones, las motivaciones por los que se alzan o decaen. No descubrimos al cien por cien sus comportamientos, ni tampoco parecen previsibles. Son, más bien, demonios que devoran a los hijos por los que deberían velar, pues, después de todo, ¿para qué son los mercados, para que debieran ser, si no los entendemos, en su planteamiento específico, como el fundamento del bienestar societario?

Hay algo que han olvidado estos dichosos mercados, y sus supuestos dueños, que se consideran tan dioses como inmortales, y es que no tienen sentido sin todos nosotros, sin los ciudadanos de a pie. Estamos en crisis porque la perspectiva de los valores universales presenta un eje más que trastocado y roto, más que sometido a intereses que no son objetivos comunes.


Los que gobiernan las finanzas piensan que los ciudadanos están para servir sus deseos y para aguantar sus atropellos. Yo creo, no obstante, que existen para procurarnos una dicha que nos fracturan todos los días en forma de desempleo y de carestías en cuestiones básicas. Estimo que no hay otra opción que la de humanizar las cuentas, la economía, todo lo que huela a dinero, o, de lo contrario, en esa búsqueda de ganancias o de supervivencias, no quedará ni siquiera lo más honroso, esto es, nuestros corazones, algo que, por desgracia, ya comenzamos a saber.


Juan TOMÁS FRUTOS.

viernes, 5 de abril de 2013

Los hijos de mujeres maltratadas tendrán la consideración de víctimas

Vamos a abrir un apartado que signifique el acopio de noticias que supongan avances en el tratamiento y en la visualización de los diferentes tipos de violencia. Os dejamos este link del periódico digital "El Mundo", referente a que los hijos de mujeres maltratadas serán considerados víctimas de violencia de género:

http://www.elmundo.es/elmundo/2013/04/05/espana/1365130713.html?a=940eb950d1ac1fbba9f31ee3e6ba76f7&t=1365172005&numero=

miércoles, 3 de abril de 2013

La mirada del ciudadano a la credibilidad de los medios

Pensemos en la base del sistema comunicativo. Hay muchos ingredientes. Veamos los básicos y los accesorios. Hagamos un poco de recopilación y de resumen de cuanto sabemos. Quizá así hallemos algunas claves más. La comunicación podría ser considerada, figuradamente, una especie de poliedro. Hay muchas caras, como nos explican todos los teóricos desde Chomsky y Ferdinand de Saussure hasta nuestros días. Hallamos, en este proceso, al emisor, al receptor, así como el mensaje con su código, el canal, el contexto, la retro-información y toda una metalingüística y unos significantes gestuales, “proxémicos”, etc. Todo esto está muy bien que lo reseñemos y hasta que lo repitamos. Son elementos y recursos básicos. Nadie lo duda, pero conviene que insistamos en algo que se da por conocido, y que no siempre es así: la comunicación necesita verdad, la verdad. Precisa que sea creíble, verosímil. Si los demás no creen, por las barreras que fuere, en la verdad que estamos contando, todo lo demás huelga, no tiene sentido.

Y, siendo, como es, tan importante este hecho, cuando preguntamos al ciudadano de a pie por su consideración sobre los medios de comunicación y sus profesionales (más sobre estos segundos), nos dicen que representamos a un oficio sin el prestigio necesario, sin credibilidad suficiente. Estamos, de hecho, al final de la clasificación sobre los oficios y/o profesionales de la sociedad. Únicamente nos ganan, como menos creíbles, y eso no es un consuelo, los políticos y, en ocasiones, los jueces, por las polémicas de los últimos años, que han ocasionado una erosión tremenda en sus respectivos quehaceres.

Conviene recordar, porque es así, aunque no siempre lo tenemos presente, que en el frontispicio de los Códigos Deontológicos de los Periodistas suele aparecer como artículo primero el que debemos decir la verdad, o, cuando menos, perseguirla. Así es. Está claro, como lo está para el médico que, en sus principales premisas éticas, se halla el no hacer daño y el preservar la vida de los pacientes. También parece natural.

Sin embargo, y ello nos debería llevar a muchas reflexiones e interrogantes, el ciudadano no cree que digamos la verdad, y, además, esa misma ciudadanía confunde, porque la confundimos, formatos y tipos de ejercicio del Periodismo, de modo que atiende con la misma perspectiva un programa del corazón y uno informativo neto, y eso nos lleva a advertir que esa ciudadanía, o eso nos parece, hace una “tabla rasa” de los profesionales y nos ven a todos por igual, lo cual, evidentemente, no es bueno. Todos no practicamos un periodismo sin fuentes, como ocurre en algún tipo de Prensa del Corazón.
La televisión lo inunda todo. El 80 por ciento de los ciudadanos de nuestro país sólo se nutren informativamente a través de la televisión. Ello, unido a que los programas más vistos son los “realitys” (y con diferencia) y a que la media de consumo televisivo es de cuatro horas y media diarias, nos debe hacer reflexionar sobre la necesidad de recuperar parte del prestigio perdido. Es posible, deseable, e incluso necesario.

Es prioritario tener credibilidad

Credibilidad viene de crédito, esto es, de la posibilidad de que alguien nos conceda “ese algo tangible o intangible de valor” respecto de lo que hacemos o deseamos porque somos nosotros, porque hemos demostrado durante tiempo que somos dignos de que se tenga fe y esperanza en que nuestra labor o nuestra oratoria están en el punto preciso de ecuanimidad y de buena intención. Por ejemplo, se da en el caso de que alguien nos permita desarrollar una tarea o una ocupación determinada porque sabe que la vamos a administrar oportunamente, o bien cuando alguien nos otorga un beneficio sabiendo que lo vamos a compartir con esa misma persona antes o después, o que le vamos a devolver con creces lo que nos ha sido dado. Uno confía en alguien cuando tiene credibilidad, y por eso le damos crédito, le otorgamos algo nuestro, ya tenga un valor contable o espiritual.

Uno confía en que cuando dice algo le crean, pues, si tiene que hacer un esfuerzo extraordinario para que lo que sea verdad lo parezca también, se pueden producir elementos “distorsionadores”. Con la experiencia, con el paso de los años, mientras demostramos que somos capaces de hacer las cosas bien, o de corregirlas, si nos equivocamos, vamos adquiriendo, en paralelo, habilidades para hacer valer nuestros criterios y nuestra forma de pensar desde planteamientos correctos, verosímiles y con la suficiente empatía para que los demás nos entiendan. Ésa debe ser nuestra aspiración.

Pues precisamente con ese bagaje debe trabajar el Periodismo, el periodista, el profesional, todos los que tienen que ver con el mundo de la Comunicación. Hay que recuperar las esencias y los anhelos desde el mismo cimiento de la búsqueda de la objetividad, de la verdad, con el planteamiento de la buena intención y en pro de intereses colectivos. Con ese afán daremos con mejores resultados y seguro que contribuiremos a que la construcción de la sociedad sea más justa y desde consideraciones más felices para todos.

La credibilidad es un instrumento de construcción de la sociedad, está en el sostén de su mismo desarrollo. Aquí, como en otros supuestos, el valor del Periodismo es crucial. Meditar sobre ello ayuda a que hagamos de este pensamiento una realidad certera. Ello nos edificará, igualmente, como colectivo. Aquí estamos todos y todas.

Juan TOMÁS FRUTOS.