Veo la foto de un hermano protegiendo a otro. Es lo normal. Lo que más pone los pelos de
punta es contemplar cómo se interpone entre un toro y su ser querido,
tapándole, envolviéndole con la dulzura y el cariño del que ama hasta tal punto
de exponer la vida por el otro. Es la
estampa de la entrega, del desafío honorable y honroso de quien cree en una
tradición y también en la antropología: interioriza que hay que salvar al
propio, al que es de uno, a la misma carne, como un símbolo de superación
excepcional.
La existencia es eso que pasa sin pena ni gloria en la mayoría de las
ocasiones, pero en la que, de pronto, surge el milagro de la oportunidad:
entonces la herida se hace divinidad, y la heroicidad nos convierte en
deidades. Sí, se trata de unos ecos efímeros en los que los elucubrados dioses
son mortales, ¡y bien que lo sabemos!
Indefectiblemente, esa exposición al vacío, a la nada, a la caída, nos
hace ganar desde el empeño de alcanzar el triunfo incluso en la derrota. Nos
preguntaremos cómo es posible eso. Hemos de tener en cuenta que la valentía es,
en sí, un estandarte que podemos lucir como el mejor premio.
Los tiempos que corren no son dados a que pensemos en la voluntad y el
altruismo. Cuando se unen, no obstante, se produce una combinación tan
maravillosa que nos sorprendemos, y, en paralelo, exhibimos una ingente
gratitud a un género humano capaz de lo peor, pero también de lo mejor.
El mundo taurino, a veces denostado, brinda destellos muy particulares
que nos indican que la soledad y la gallardía destacan en itinerarios cargados
de obstáculos. En ciertas horas oteamos parpadeos milagrosos, y es entonces
cuando nos aproximamos a lo sencillamente entendible, aunque no siempre lo
percibamos o glosemos. Puede que lo que llame la atención es la sensibilidad y
la humanidad que podemos descubrir en momentos como el citado.
Es cierto que para ello, para hallar, no solo hay que tener la suerte
de divisar, sino que también hay que llevar los ojos bien abiertos.
Juan
TOMÁS FRUTOS.
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